08/Marzo/2004
e-consulta

Una línea ininterrumpida de sangre trazó el camino de la plaza de armas a la clínica de la localidad.   El campesino que dejó el rastro se despojó de su habitual papel de hombre rudo y entró en pánico al mirar la profusa hemorragia en su mano que le provocó la pérdida de medio dedo lazando toros.

 Una semana puede transcurrir prácticamente sin otra novedad más que las acostumbradas festividades de la población. Que si la coronación de la reina, que si los vestidos de las damas, los fuegos de artificio,  la variedad de la feria, los videojuegos hechos en China o aún las “bombas apestosas” detonadas por pequeños Osamas que, de manera furtiva, se regodean esparciendo la desagradable pestilencia.

En San Juan Atzompa, a escasos 36 kilómetros de Puebla, la población apaga el calor al pie de un viejo ahuehuete en decadencia debido a la contaminación que lentamente entra por sus enormes y profundas raíces a través de la corriente de un riachuelo que arrastra todas las descargas de la comunidad.

En otro tiempo, como un sitio natural para el esparcimiento, dio lugar a la construcción de una pila comunitaria, a la sombra del formidable árbol, que se utilizó como piscina para refrescar las altas temperaturas propias de la primavera y del verano. Todavía es frecuentado con ese propósito, pero su popularidad ha menguado porque la mayoría de la gente sabe que el agua ahí esta a punto de dejar de ser un elemento vital.

Sin embargo, la  vida del pueblo sigue el curso de la monotonía entre las escasas labores del campo, la actividad artesanal, los bautizos, casamientos y ferias patronales que imprimen alguna variante.

De entre estas, destaca el trabajo artesanal que añade un ingreso extra a las familias de la localidad a pesar de significar una fuerte inversión de tiempo, a veces en riesgo, y en esfuerzo sin equivalente correspondencia en retribución económica.

 

Hombres y mujeres elaboran cestos y petates con materia prima como vara y palma que se consigue en los cerros del tenzo o en el estado de  Morelos, que se llevan a vender en los tianguis de las poblaciones cercanas e incluso en los mercados de la ciudad de Puebla, por  unos 25, 50 o 70 pesos.

Por su puesto que dicha cantidad no cubre ni el tiempo, el esfuerzo, ni mucho menos el riesgo que implica levantarse a las cinco de la mañana para ir al monte a cortar las varas que forman el  armazón o  “esqueleto” de  los cestos, con el peligro de ser mordido por una víbora cascabel, picado por un alacrán o por una araña.

Tejer un cesto de las dimensiones de una cubeta de veinte litros mantiene sentado a un artesano por tres horas en uso de manos y pies simultáneamente; cortando, insertando, amarrando, una y otra vez. De este pequeño pueblo salen los auténticos chiquihuites o canastos tornilleros.

Esta comunidad pronto ha resentido en su precaria economía los efectos de la apertura comercial y los estragos que representa la invasión de mercancías de origen chino. Hasta los modestos chiquihuites de palma natural empiezan a ser desplazados por otras cestas tejidas con fibras sintéticas o plásticos multicolores, que son burdas copias pero al fin y al cabo a una tercera parte del precio de los originales,  siendo este el factor que está marcando la diferencia.

A diferencia de otros municipios de la Mixteca poblana, la emigración al otro lado de la frontera norte no es aquí un fenómeno acentuado. Muchos jóvenes sí dejan su pueblo pero para ir a trabajar a las centrales de abasto de ciudad de México, Puebla, al igual que en Tlaxcala además de otros estados del sureste.

Semanas vienen y se van. Las maletas están hechas. Todo está dispuesto para emprender el regreso de no ser por un imprevisto…

-¿Alguien me podría ayudar…? -irrumpió el recio campesino con el brazo derecho sosteniéndolo en alto.  La mano estaba envuelta por un paño rojo en tanto que los músculos de su cara contraídos por un rictus de dolor difícil de describir.

El problema se hizo evidente: el paño rojo no era tal, sino una venda enredada empapada en sangre con la que la esposa del  maltrecho hombre intentó en vano detener la hemorragia del lugar que ocupaba el dedo antes de ser arrancado por un toro.

Entre dientes, la víctima alcanzó a relatar que al encontrarse en un corral pretendió lazar el astado para evitar que se saliera, pero en el intento la soga se anudó con su dedo “ejerciendo tanta presión que acabó desprendiéndose de la mano con un solo tirón de la bestia”.

A lo largo de unos 150 metros que hay de distancia entre la plaza principal  y  la clínica rural de Atzompa, la herida dejó su rastro. La sangre todavía impregnó casi completamente las paredes interiores de una cubeta de acero inoxidable antes de ser controlada -con no pocas dificultades- mediante una maniobra a cargo de una de las enfermeras.

De vuelta a la ciudad de Puebla la ruta sólo sufrió una pequeña modificación, un poco más hacia el Oriente. Y es que había que hacer una última escala no programada: el hospital de Tepexi de Rodríguez, adonde sería remitido “el paciente del dedo rojo”.